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Los temores de los poetas por: María Ángeles Maeso

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Los temores de los poetas

Por: María Ángeles Maeso
(Facultad de Humanidades de la Universidad Pablo Olavide de Sevilla.)


La prevalencia de criterios comerciales sobre el hecho literario naturaliza las obras de arte como mercancías mentales. Un eficaz modo de dominio del Mercado que, frente a otros, menos sutiles, no necesita actuar por encima de la sociedad para ejercer su poder.
De este modo la dimensión social de literatura, que es/era sólo una componente más de la obra de arte, adquiere una importancia inusitada.

Es lugar común aseverar que la poesía, por el hecho de circular fuera de mercado y ante su escasez de receptores, está a salvo de servidumbre alguna, ya que su escasa inserción social la mantiene impoluta, defendida de perversos tráficos y en una especie de reserva espiritual, por donde fluyen los emocionantes y hermosos ríos de aguas limpias Esta reflexión tiene como propósito evidenciar que los temores que anidan en la conciencia de los poetas son los signos de una peligrosa colonización mental.



LITERATURA Y SOCIEDAD

Si comenzamos diciendo que toda literatura nace en soledad y debe ser recibida en silencio, porque va directa a esa soledad del lector o no va, parece que rompemos esa pareja. Pero hemos de empezar por ahí, porque no es verdad que lo primero fuera el verbo, sino ese silencio del que escritor y lector saben por igual.

No rompemos con esto la pareja de la que vamos a hablar tanto esta mañana, porque la literatura, como toda obra de arte, tiene también una dimensión social y literatura y sociedad mantienen una relación de influjo mutuo: el escritor reacciona ante el sistema de creencias, inquietudes, valores, etc. de la sociedad de su tiempo aceptándolos o rechazándolos. Y a la inversa, el escritor le plantea a la sociedad problemas y soluciones, unos comportamientos e ideales, que ésta no había concebido.

Esto explica que cuando estudiamos a un literato, como señala Sartre en su biografía de Flaubert se nos dé la reconstrucción de un mundo entero, porque Flaubert, o el que sea, no se termina en sus obras y en sus correspondientes variantes, sino que se ramifica en una infinita interpretación de su tiempo y de su personalidad.

En determinados momentos de la historia la fuerza de esta unión es más poderosa que en otros. Las impactantes descripciones del sufrimiento de los obreros y de sus hijos, esclavos en minas y campos, hicieron visible, ante la sociedad burguesa del XIX, a una población hundida en la miseria. Los relatos de un Dickens cayeron en las mesas camillas y fueron determinantes para aumentar en los lectores su sensibilidad ante el dolor ajeno. Algunos filósofos sostienen que esos relatos fueron determinantes para que los principios del universalismo moral, de los que partía la filosofía racionalista ilustrada, se llevaran a la práctica. De este modo, el lenguaje del dolor de tales novelas que llegaban por entregas a las casas burguesas fue fundamental para que se produjera el sufragio el universal, la extensión de los derechos civiles a toda la población, la legalización de los sindicatos o de los partidos de izquierda, la emancipación de la mujer, la universalización de la seguridad social o la protección de la infancia.

Tener presente tan poderoso influjo de la literatura puede hacernos creer que eso sucedía en una sociedad que devoraba libros al por mayor y que hoy no podríamos esperar nada de eso... Pero no es así, para leer hacen falta algunas cosas y, como sabemos Durante algunos siglos, sólo los ricos podían permitirse el lujo de leer libros, puesto que el público de lectores se hallaba restringido por salarios que no permitían más que una premiosa subsistencia, por la ausencia de ocio de las clases sociales más numerosas, por la falta de luz al anochecer, la imposibilidad de aislarse en viviendas superpobladas, la falta de bibliotecas de préstamo. En el XIX leían los nobles y los burgueses, pero sobre todo las mujeres, a los hombres les seducían más los negocios, el libertinaje y la caza o el alcohol. Conviene tener en cuenta que es con este público lector del XIX, mayoritariamente femenino, con quien los autores como Zola, Tolstoi o Galdós establecen esa relación dialógica de la que hablaba Bajtin y que tuvo tanto influencia en la transformación de la sociedad. No eran muchos lectores, mejor muchas, pero los suficientes para que las generaciones de mineros de Germinal, por ejemplo, salieran de su vida subterránea para ser vistos como seres humanos más que como simples herramientas del fondo de la tierra. Con toda seguridad, ninguna de esas obras contó con un millón de lectores como los tuvo en su día, por ejemplo Las edades de Lulú. En uno y otro caso hubo un efecto, el de las primeras lo hemos explicado, el de esta novela de Almudena Grandes, al parecer lo tuvo en los cuarteles donde se leyó tantísimo y con una sola mano.

El asunto entonces es preguntarnos qué esperamos de la literatura. Ese gran papel que ejerció en la sociedad del XIX, ¿podemos esperarlo hoy?

¿Hacer ver lo que está intencionadamente escondido no es un papel caduco? ¿No acabó con Sartre y el arte comprometido? Bien, la concesión del último Premio Nobel de Literatura a la austriaca Elfried Jelinek evidencia hasta qué punto el escritor puede hoy perturbar la conciencia dormida de una sociedad nombrando sus heridas.

¿Y todo esto sirve también para la poesía? ¿También la poesía, eso que apenas ocupa estantes en las librerías, forma pareja con la sociedad? Pues veamos que también.

Hace pocos días he asistido a una lectura de poesía saharaui. Era poesía de exiliados que nombraba el sentir del individuo alejado de su tierra y era, en consecuencia poesía de un pueblo en el exilio. Los ministros de la República Saharaui que, desde los campamentos en el desierto luchan por su independencia, sin amparo de Instituto Cervantes alguno, con nuestra misma lengua, mandaban mensajes de gratitud a los poetas. Estaban dándole visibilidad a un pueblo abandonado en el pedregal del desierto, les decían. Los poetas estaban ahí dando la cara a esas palabras que hablaban de todas las caras del amor, incluido el religioso, y de todas las caras de la muerte, incluida la soledad. Y en ese acto de pública lectura, incluso el poema dedicado a un grano de arena, adquiría esa doble dimensión íntima y social que la obra de arte conlleva.

Aunque no cotice en bolsa, es evidente que para algo debe servir la poesía, me decía yo. Estos políticos saharauis cuentan con ella. Los dictadores cuando llegan al poder suelen atacar a los poetas.

¿Y si en lugar de tratarse de poesía saharaui, hubiéramos asistido a un recital de Valente, de Celan, de Rilke o del Cántico Espiritual de Juan de Yepes? ¿Encontraríamos también, esa doble dimensión con la que nos apela la obra de arte?

Pues también, porque nombradas o no, en un gran poema están las expectativas de una época, sus deseos y su miedos. Las coplas de Jorge Manrique, que todos conocemos, no son sólo una extraordinaria muestra de dolor filial ante la muerte del padre, que lo es, sino también la expresión de la incertidumbre de una sociedad que empieza a cuestionarse por el sentido de sus certezas. Del mismo modo tampoco la poesía de Celan, por ejemplo, en su desoladora abstracción del dolor carece de su marca socio temporal. ¿Cómo explicar la profunda amargura con que Celan muestra la ruina de las certezas morales de toda una época?, ¿cómo abordar su escritura de sintaxis rota, hecha con la raíz misma de la lengua, sin un holocausto histórico?

Podemos decir que incluso en poéticas que buscan eludir la presencia del mundo éste se resiste a no dejar su huella y de un modo u otro asoma el contexto social en que han sido creadas. La historia, como Adorno evidenció, se cuela por las rendijas de la obra.

De modo que esa función de presentar lo velado sigue siendo posible. El número de ejemplares que se editan de cada libro de poesía no alcanzará nunca esas cifras millonarias, reservadas a los bestseller de narrativa, ya que no suelen pasar de los 1000, de los que casi nunca se venden ni la mitad, a lo largo de varios años y dentro de un círculo de amigos del poeta. Pero no importa. Siempre serán muchos más que los romanos que leyeron a Ovidio, los italianos que leyeron a Petrarca o los franceses que leyeron a Ronsard, todos ellos cabeza y corazón de la sociedad de su tiempo, núcleo pensante y actuante.

Ezra Pound dijo que a él le bastaba con que un escrito suyo, publicado en alguna oscura revista, llegase a los ojos de veintisiete lectores y les hiciese hervir los sesos. Esos veintisiete serían después capaces de difundir sus escritos., pues al igual que un chiste o un rumor, la poesía posee la envidiable capacidad de circular fuera de mercado.

De modo que incidencia hay. Pues esos 500 o 1000 lectores son muchos lectores de un libro de poesía. ¿Y quiénes son esos lectores? Desde el romanticismo, el lector de poesía ha sido, como el poeta mismo, los solitarios y los disconformes. En una sociedad anestesiada, 500 y hasta mil solitarios o disconformes son muchos, aunque fuera de mercado.

Enzensberger, con su habitual ironía humorística ha calculado el número de personas que toman en sus manos un nuevo volumen de poesía de cierto nivel y lo sube hasta 1354 Esta cifra -afirma- (denominada Constante de Enzensberger) no sólo es independiente de las modas, publicidad y espíritu de la época, sino y aquí la cosa deviene misteriosa, también es universal y aplicable a cualquier comunidad lingüística, tanto si ésta puebla un continente entero o si tan sólo un punto diminuto en el planeta. Un poeta puede contar con igual número de lectores en Islandia (250.000 habitante) como en los Estados Unidos (250 millones). (...) Por lo tanto, los lectores de poesía son en todas partes, ayer y hoy, una minoría reducida y radical, pero estable (...)creo que un arte tan inventivo, impagable y tenaz como la mala hierba no solo es capaz de sobrevivir a la ingratitud del mundo, sino también al ciego empeño de sus seguidores.

Tal vez eran menos los lectores de los poemas Alberti, Lorca, Espriu, Celaya, León Felipe, Celso Emilio Ferreiro o Blas de Otero y sin embargo su obra, propagada lentamente hasta llegar a ser públicamente recitada y cantada contribuyó a dignificar el sentimiento de la derrota en país como el nuestro, que tiene que seguir viviendo tras una guerra donde ha vencido la fuerza contra la legalidad. También aquellos poemas eran portadores de un íntimo sentir y sin embargo, permitían también esa dimensión pública. Las palabras son fuentes de visión. No crean la realidad como suponen algunos fanáticos, pero ayudan a verla. Y esos poemas ayudaron a ver la cuánta belleza hay en la derrota

No nos lamentemos por el paupérrimo discurrir de la poesía. Es otro su ritmo y acordemos pues, con Machado, que la poesía es palabra en el tiempo. Acordemos que el poeta, como cualquier ciudadano, es hijo de su época; que sus obras están fechadas y marcada por la sociedad y que, a su vez, la época resulta afectada por la obra. Y preguntémonos ahora por nuestro tiempo.



¿Y CUÁL ES NUESTRO TIEMPO?

Siendo indiscutibles las relaciones entre literatura y sociedad, resulta un tanto sorprendente que nos mostremos tan reticentes a nombrarlas para el momento presente. Reconocemos con bastante facilidad que la sociedad teocéntrica medieval produjo un arte al servicio del feudalismo o que la sociedad del Antiguo Régimen, temerosa ante el ascenso de la burguesía, nos entregó la novela fantástica y la poesía romántica. Y, sin embargo, nos resulta incómodo asumir que los siglos de capitalismo que llevamos en los genes hayan provocado algún efecto en las conciencias de los poetas. ¿Por qué? Llevamos siglos bajo un régimen que ahora se globaliza, que basa sus principios en el darwinismo más salvaje del que podamos ver en la naturaleza y nos creemos a salvo de que esa ley del más fuerte no se haya inoculado en nuestras conciencias y de que el miedo repartido como el pan de cada misa antigua no nos perturbe la vista. Por eso conviene que nos detengamos en los aspectos de la época actual que afectan a la escritura.

Sucede que desde los inicios del siglo XX hasta hoy, el capitalismo ha ido desarrollado tal capacidad de recursos para fijar el dominio sobre las mentes de los individuos, que ha conseguido secuestrar, manipular, jugar con nuestra percepción de la realidad y con la noción de nosotros mismos como sólo la iglesia medieval había logrado.

Si las palabras, como acordamos anteriormente, son medios de visión, a alguien le está interesando no dejarnos ver lo real por nosotros mismos. Como en épocas feudales, los medios de expresión son un elemento fundamental de asegurar los medios de producción.

Si a los hombres y mujeres del medioevo se les hacía imaginar y, a fuerza de nombrar, ver, otra vida (de cielo prometido o un temido infierno) tras su muerte, con el objeto de que no reparara en esta, igual sucede hoy. Al imperio le interesa el miedo y la privación del sentido del mismo modo que a los reyes feudales les interesaba el infierno. Entre una sociedad y otra son abismales las diferencias, pero ambas son maestras en la utilización de la psique, en la manipulación de la conciencia para secuestrar la realidad.

Esto que arde no es una ciudad, sino el régimen de Sadam, nos decía Rumsfeld por la tele, una de las voces de la sede del imperio, mientras veíamos arder Bagdad. Y, como en el cuento El Rey desnudo oímos que esa misma voz en versión mercader nos dice: Tú eres tu dueño, tú eres creativo...

Y esto es lo novedoso, la vuelta de tuerca de más con que se nos vela la realidad para que el fantasma de omnipotencia quede inoculado y habite en nuestra conciencia.

Si establecíamos similitudes con la Edad Media en el afán por velar la realidad, los modos de lograrlo en uno y otro momento no pueden ser más dispares. Pues, ¿desde qué trono o púlpito nos dijeron alguna vez Tú eres autónomo, libre, creativo?, ¿desde que potestades nos dijeron tu potencial es infinito, crea tu propia realidad?

Lo oímos tantas veces que realmente nos creemos autosuficientes; tanto que nos sentimos capaces de prescindir del otro; tanto que podemos alzar de nuevo la noción de arte autónomo; tanto que vemos donde no hay; tanto que podríamos enmudecer; tanto que nos basta que algo exista en cualquier lugar del ciberespacio para etiquetarlo de real.

Si en la oscuridad medieval el individuo no era nada y nada aquí su vida, en la era del imperio global al individuo se le inviste de poderes que tampoco existen. Vivimos sin certezas, en la era del despido libre y oímos que somos únicos, excepcionales, poderosos. Estamos despedidos, en precario y oímos hablar tanto del estrés que produce el exceso de trabajo que hasta nos cansamos. No llegamos a mitad de mes y oímos expresiones que nos definen como los que vivimos en este lado bueno del mundo. Ganamos infrasueldos y, sin embargo, los resultados estadísticos de sumar la nómina de Botín más la nuestra nos definen como millonarios. He visto telediarios en los que se ha dado como noticia la boda o el divorcio -no recuerdo ahora bien- de Barby con Kent...

¿Que vemos en realidad? Por supuesto que vemos lo real, por supuesto que vemos nuestro dolor y nuestro gozo cuando se trata de nuestro dolor y nuestro gozo, pero ¿vemos que eso que nos sucede está también sucediendo en los demás? Las únicas certezas, las dos pulsiones con las que opera la literatura son el gozo y el dolor. La esfera de Eros y la de Tanatos. Por supuesto que nadie ahí puede engañarnos. Es innegable que el orden en el que se sustenta nuestra sociedad genera dolor a muchísimos, un 80% al menos sosteniendo al 20% que está en el pico de la pirámide es dolor en mucha gente. Somos muchísimos en esa bolsa. ¿pero nos vemos?

Nuestras nociones de la realidad son resultado de un sistema simbólico construido. Yo, desempleado, prescindible, intercambiable, ¿veo a los desempleados que nadie nombra? El lenguaje es la piedra angular de esa cultura representacional que nos invade. Como en todos los sistemas totalitarios el miedo y la manipulación del lenguaje están al servicio de la privación del sentido y de la colonización mental de la realidad. Es un lugar común definir nuestra sociedad como mediática, inmersa en símbolos que reproducen la realidad. Pero como ante todo lo que es un lugar común, conviene que nos detengámonos un momento a revisarlo.

Bien hablemos para ello un momento del símbolo como figura literaria. En sí no es malo: nos ayuda a conocer, a percibir determinadas realidades. La función del símbolo es revelar estructuras de lo real que son inaccesibles para la observación empírica. Eso hace la cruz al simbolizar el cristianismo o Pinocho, el muñeco de madera nos ayuda a percibir el paso a la edad adulta con el surgir de la conciencia.

La etimología de símbolo procede del griego: una tablilla partida en dos mitades. Cuando un señor invitaba a sus amigos a cenar a casa le enviaba con su criado la mitad de una tablilla y, cuando el invitado acudía, presentaba a la entrada su media tablilla, si coincidía con la otra mitad, tenía permiso para pasar. En el símbolo entonces, una mitad encaja en la otra mitad y hacen una tabla.

La percepción de la realidad a través de símbolos implica que veo una parte y que doy por sentado que hay otra que no veo, que sin embargo es real, tan real que me pone en marcha y acudo hacia ella y voy a esa fiesta. Pero lo impresionante es que hoy no nos preguntamos por la otra mitad. Lo terrible es colaborar con esta ilusión de ver al personaje fantasma y no al real. El yo autónomo, libre, de potencia infinita, ese yo que me han construido con el lenguaje cumple con creces la función de velar, de ocultar, de esconder mi fragilidad. La irrupción del todopoderoso yo A devora al yo B yo real. El símbolo que sirvió como elemento mediador para percibir la realidad resulta que acaba reemplazándola. A fuerza de repetición se ritualiza, embota la conciencia y es un gran aliado para enmascarar, mistificar, santificar obligaciones o hechos inadmisibles que acaban por verse como deseables. Miercea Eliade puso de manifiesto que todo simbolismo fue originalmente de origen religioso. Y nadie como la estructura eclesiástica supo ritualizar un símbolo porque nadie supo tan bien como ella que la naturaleza no se rinde sin ceremonias.

Esto no es una pipa advertía Magritte para hacernos reparar en la pintura. Y en efecto, uno no debe confundir la pipa real con las imágenes que podemos construir de lo real. La verdadera pipa está en otro lado.

En la aparente ingenuidad de Magritte había una atrevida burla del simbolismo que nos hace ver ilusiones de realidad. Frente al artificio de artista para darnos la verdad, el artificio del señor de la guerra es ocultarla. Rumsfield, del que no sé nada sobre sus gustos de pintura, afirma: Esto que arde no es una ciudad, es el régimen de Sadam. Ramsfeld también pretende advertirnos que la ciudad Bagdad, como la pipa real de Magritte, está en otra parte a salvo del fuego. Pero este señor de la guerra no es un artista y no hace buen uso del lenguaje. Veamos por qué:

El símbolo, como muy bien tienen analizado los semióticos, procede de las profundidades de la memoria de la cultura, aparece en la memoria del escritor y revive en el nuevo texto, como un grano que ha caído en nuestro suelo. La remota asociación, que establecemos entre la noción de equilibrio y la balanza, pervive en nuestra memoria y permite que todos podamos utilizar ese objeto como el símbolo de la justicia, pero ¿es posible asociar una ciudad a un régimen?, incluso siendo la sede del poder político será en cada momento político.

El símbolo se define por su simpleza y permanencia, dos elementos que facilitan su comprensión: una ciudad no puede ser el símbolo de un régimen como una rueda no puede ser símbolo de la justicia, por mucho tiempo que permanezca en equilibrio. No encajan lo figurado con la realidad, y si no encajan, si una parte de la tablilla no casa con la otra, no son símbolos válidos para ver, no nos sirven. Son contrasentidos para cegar. Están al servicio de que no surja la pregunta ¿dónde esta la ciudad que ellos llaman régimen? ¿Y dónde estoy yo? Ese yo que ellos llaman autónomo, libre, creativo, de un potencial ilimitado?

Dijimos que al poder le interesaba el miedo y lo genera manos llenas. Sabemos dónde estamos, sabemos cuál es nuestro dolor y nuestro gozo. Y sabemos cuánto miedo da nombrarlo. El miedo obnubila y paraliza, y hoy hay miedo a trabajar y miedo y a no tener trabajo, miedo a comer y a no tener comida. Y hay mucho miedo a nombrar lo que a ráfagas, vemos.

Miedo y un lenguaje de contrasentidos.

El gran éxito del capitalismo sobre las conciencias ha sido inocular en ellas ese fantasma el individuo autónomo. Sabe que ha despojado al ser humano de casi todos los derechos ciudadanos; sabe que las constituciones, las normativas de los Derechos Humanos son papel mojado; sabe como sabía el señor feudal que tiene a los individuos a la intemperie. Pero mucho más que entonces impera la privación del sentido, hasta el punto de que, como señala Enzensberger, decidir quién es señor y quién es esclavo no depende solamente del hecho de disponer de capital, de las fábricas, de los ejércitos, sino también -y cada día más- de disponer de la conciencia de los demás.

Vivimos en una democracia aparentemente que, en algún lugar se detiene y se retira. Como ha dicho Saramago, en algún lugar la democracia cede ante el verdadero amo que se mantiene a la sombra, el fascismo financiero.

Hace 250 años, cuando la irrupción de la industria, el romántico alemán Novalis se lamentaba porque ‘el sentido de la vida se había perdido’. Desde entonces, advierte Zerzan, la erosión del sentido se ha acelerado rápidamente, hasta convertir la función sustitutiva de la simbolización en una prótesis.

¿Cómo nos defendemos de esta vida postiza que denunciaba Rilke?, ¿cómo nos defendemos de tanta invasión de fantasía que traiciona o secuestra la realidad? Creo que sobre esto tiene mucho que decir la poesía. Tanto que considero muy buenos estos tiempos para la lírica.

Si retomamos ahora la pregunta de Hölderlin ¿para qué poetas en tiempos de penuria? tal vez no se nos ocurra decir, para nada, ya que no quita el hambre.



¿PARA QUÉ POETAS EN TIEMPOS DE PENURIA?

Cada poeta responderá a su modo esta pregunta. Yo parto de una definición del arte que en su día leí en Marcuse: El arte conserva la memoria de las cosas no alcanzadas con una promesa de felicidad. Y como no he encontrado otra mejor, la mantengo. Hoy sigo creyendo que entre esa memoria y esa promesa de felicidad se sitúa la labor del poeta. Tiendo por ello a creer que hoy, el valor de la poesía no es el de un instrumento del pensamiento, sino más bien el de ser un método para restaurar la percepción sensorial del mundo.

El arte conserva la memoria de las cosas no alcanzadas con una promesa de felicidad. La poesía, en consecuencia, también. Conservar la memoria de lo alcanzado es no tirar la toalla, es no claudicar, es seguir siendo consciente de que no logré lo que deseaba, pero no lo olvido, porque eso que no conseguí iba impregnado de felicidad. Porque eso que aún vive en mí como deseo hacia la alegría es lo que me defiende de ese imperio que tengo en contra para privarme el sentido. Porque no hay otro modo de impedir que la locura me invada. Porque la realidad a la que tengo derecho está secuestrada en algún lugar y a cambio me dan fantasmas, drogas, anestesia.

Cuando digo esto, me preguntan: ¿y nada más? Nada más. No es una pobre tarea aunque a muchos se lo parezca. Abrir la percepción sensorial: la que obtenemos en el cauce de la sensibilidad y de la memoria, la que nos puede construir insobornables con las coordenadas del dolor y el gozo sigue siendo la tarea pendiente del ser humano. A finales del siglo XVIII el poeta inglés Blake afirmaba: Si las puertas de la percepción se liberaran, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito. Porque el hombre se ha cerrado a sí mismo, hasta ver todas las cosas a través de las grietas de su caverna. En estos momentos alguien ha perfeccionado los cerrojos de la caverna tan sutilmente que abrir rendijas es una importante tarea contra la locura, contra la privación del sentido de la actual visión platónica. En la actualidad, vivimos dentro de símbolos en una medida mayor de la que lo hacemos dentro de nuestros propios cuerpos o en relación con los otros. Nunca hubo una sociedad tan uniformada, viendo los mismos objetos, componiendo la misma imagen “objetiva” de lo real. Padeciendo el mismo imperativo de la objetividad

En una sociedad donde el miedo y el lenguaje son armas para oscurecer la realidad, ¿cuáles son los miedos de los poetas?



LOS TEMORES DE LOS POETAS

Le hemos adjudicado a la poesía esa función de abrir nuestros sentidos, de facilitarnos una percepción sensorial de la realidad. Pero el poeta está tan afectado por el peso de “lo cultural” como cualquiera y padece como cualquiera la sobrevaloración de lo que se impone como información objetiva de la realidad. En cuanto ciudadano participa de los mismos miedos que sus contemporáneos, en cuanto poeta, creo que sus temores se reducen a dos:

1.-Miedo a configurar una visión del mundo excesivamente subjetiva

2.-Miedo a configurar una visión del mundo excesivamente objetiva

Dado que la poesía se sitúa en los excesos, en el lenguaje que no puede ser normalizado, tanto miedo a los extremos no puede augura nada bueno.

1.-MIEDO A VER POR SUS PROPIOS OJOS:

Es intencionado el pleonasmo. Busco ejemplificar el miedo que tenemos todos, también el poeta, a perder “objetividad”. Pero mejor que de miedo hablaremos de pánico. Esta palabra define mejor el momento que antecede a la creación. Pánico deriva de Pan: el dios de la frontera: toca la flauta y se pasea por la franja que separa el territorio salvaje del cultivado. Pan es el dios que lo quiere todo para sí. Vive en los límites, en territorio fronterizo donde se oye la vida y se oye la muerte sin mediación alguna. Y esas dos verdades son las únicas que cuentan.

Abandonarse a esa zona de nadie, perder referencias culturales para dejarse llevar por los sentidos, salir de la caverna para ir a la búsqueda de la realidad sensorial da pánico, es el viaje imprescindible del poeta. Ahí no sirve vivir dentro de los símbolos más que dentro del propio cuerpo, ni relacionarse con ellos más que con los demás.

Por eso también da cierto miedo leer poesía: nos deja con los materiales con los que se hacen las máscaras, pero sin máscara, decía Carlos Piera y Albert Beguin dice que no se lee poesía porque se le tiene miedo. Porque la gran poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha, confortable que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y en donde surgen, a veces, sus más ricos instantes.

No se es poeta sin este viaje de la mano del pánico, dios del todo. De lo contrario, seguimos viendo a través de razones de lo posible, recortando la mirada, aniquilando las exigencias que derivan de la imaginación con ideas preconcebidas, más que con el deseo.

Hay pánico y hay también una luminosa alegría en ese roce directo con la realidad. Tanta que comprobamos una inmensa fuerza para reclamarla. La que a Lorca le hizo decir hay que pedir la luna y creer que nos la van a dar. Ver con los sentidos y con la imaginación no es escaparse de lo real a por verdades de otro mundo. Ver con los sentidos es un norte, la imaginación también. Shelley, en su Defensa de la poesía, se apoya en la imaginación y aduce que un hombre, para ser verdaderamente bueno, debe imaginar de forma intensa y comprensiva; debe ponerse en el lugar de otro y de muchos otros; y debe sentir como propias las penas y alegrías de todo el género humano. El gran instrumento del bien moral es la imaginación, y la poesía (...) fortalece esa facultad que es el órgano de la naturaleza moral del hombre, del mismo modo que el ejercicio fortalece los miembros del cuerpo.

Si los esclavos hubieran vista la luna inalcanzable, si las mujeres, si los negros no hubieran tenido un sueño... Sin este viaje por la zona de nadie no hay poeta, pero tampoco ciudadanos, pues no es sólo esta capacidad para ver por los sentidos y la imaginación lo que valida la poesía. El poeta se medirá con la expresión, con el lenguaje y este miedo a ver va relacionado con el miedo a nombrar.

El poeta que no resistió en el pánico hasta trocarlo en luminosa alegría, el que no experimentó el placer de la libertad imaginada, será presa del miedo a perder objetividad. Es el poeta que desconfía de su experiencia sensorial y para su expresión verbal le pide ayuda a la filosofía o la sociología.

1.A.- El poeta que busca ayuda en la filosofía suele esperar de la poesía una alta dosis de conocimiento. Pero ya Antonio Machado nos advertía en un poética de 1931 que El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión. Un poema claro que es una forma de conocimiento, pero conviene matizar. Cuando estamos ante una obra de arte no hay descripción, no hay pretensión de objetividad, no hay información. Hay expresión de los estados límite que experimenta el ser humano: el dolor y el gozo, el eros y el tanatos. Un poema implica al lector y le arrastra a la experimentación de esa sinceridad subjetiva del otro. Esa es la forma de conocimiento que obtenemos del arte tiene que ver con las sensaciones; es la negación de un conocimiento que nos llega interpretado.

El miedo a ver por los propios ojos lleva construir poemas de marcado peso intelectual, o aún exentos de emoción. Incluso un poeta tan frío como J.Brossa hablaba de la poesía como refugio emocional del pensamiento.

1.B.- El poeta que busca amparo en la sociología espera altas cotas de comunicación con los demás. Suele tratarse del poeta bienintencionado, pero que participa de cierta ingenuidad que le lleva a creer que la poesía tiene como misión -más que función- la de comunicar verdades ocultas que sólo él percibió y que debe trasladarlas a la sociedad llana en un llano lenguaje; reflejo, según él, de lo real, copia y no creación de una realidad nueva. Su alta misión aniquila la peculiar función cognoscitiva que tiene la poesía, de la que hablamos anteriormente, al trasladar información y propaganda en lugar de creación. La poesía tampoco es máxima política. En realidad más que comunicarse con el otro busca transformar el mundo con urgencia, es un heredero de la escuela de Frankfurt que ignora que el poder de la poesía para transformar la sociedad dependerá más de la objetiva visibilidad del poeta (si es un conocido personaje, como si es carpintero o torero cada vez que abra la boca tendrá una repercusión social) que de su obra. Esta producirá una incidencia en la conciencia individual, mayor menor, pero nunca válida para delegar en ella urgencia alguna.

Hay que decirse que la poesía no sirve para quitar el hambre del mundo como los médicos no sirven para hacer viviendas. Hay que decirse, con Blas de Otero que el poeta no puede creer que él sólo transformará el mundo y hay que saber también que su colaboración, como la de todos, es decisiva. En esa colaboración, mejor en el modo de esa colaboración, es donde el poeta se la juega para hacer obras maestra o mera propaganda.

2. MIEDO A NO VER POR UNO MISMO.

En el otro extremo hay otro miedo: el miedo a perder subjetividad. El mecanismo por el que un poeta se llega a creer libre, autónomo, puro, a salvo de perversión alguna para sobrevivir en la selva, no es diferente del que afecta a cada individuo al que le han hecho sentirse autónomo. En el caso del poeta, detrás de esta exaltación y fe en sí mismo hay otros miedos:

2.A.- MIEDO A QUE SU ARTE SEA MENOR SI SE FILTRA EL TIEMPO Y LA SOCIEDAD

El poeta que padece este temor es el poeta que le adjudica al arte la función de representar lo absoluto. Cuanto más abstracto sea el arte, más cerca estará de representar esa altísima función. Hoy tienen mucho predicamento estas tesis que repiten el absolutismo estético de las metafísicas idealistas de Hegel y Schelling. Sólo a fuerza de eliminar lo individual y lo concreto se nos dará una revelación de la última verdad.

Este punto de partida exige una consideración y es que este modo de entender el arte implica un supuesto previo: la existencia de esa realidad última y absoluta que el arte debería representar. Con ello abandonamos el terreno concreto del arte como praxis humana para instalarnos en el nebuloso cielo de las construcciones metafísicas.

El punto de partida de esta poética se asienta sobre noción kantiana de los universales estéticos, pero no todos podemos participar de tal creencia y asentimos ante argumentos contrarios, como los expuestos por el novelista John Berger:

Quienes creen que el arte es transportable, intemporal, universal, son quienes menos lo comprenden. Ponen una escultura hindú al lado de un Miguel Ángel y se maravillan ante el hecho de que en ambos casos la mujer tenga dos pechos. Sin embargo, son precisamente las diferencias las que son esenciales para nuestro sentido de la fraternidad. Cada cual trabaja con unos objetivos diferentes, presionado por diferentes circunstancias; algunas son personales; pero la mayoría son sociales e históricas. Si no aceptamos estas diferencias, nunca podremos aceptar que los logros no pueden ser los mismos.

La búsqueda del sentimiento puro, de la emoción pura, de la abstracción abarcadora, produce a veces raras maravillas, antes hablamos de Juan de Yepes, de Celan... pero lo más frecuente es que esa búsqueda del sentimiento acabe en sentimentalismo; en biografismo; en lo cursi.

El temor a peder pureza subjetiva, a ver el sentimiento y la imaginación como único fortín frente a la invasión del mundo, le lleva al poeta a eliminar de sus objetos de atención para la escritura todo lo que no sea vida personal. Sus relaciones sociales, laborales, parece ser que no le afectan y quedan excluidas del análisis. La promesa de felicidad que conlleva el arte puede salirle al encuentro en un amor no alcanzado o esperado o deseado o recordado o vivido; pero también tras una entrevista de trabajo de donde salimos aceptados o rechazados. Y ese gozo o dolor es tan dignamente nombrable como el que ha llenado toda la literatura amorosa. Parece una evidencia, pero conviene recordar que nuestro gozo y nuestro dolor no provienen sólo de lo que transcurre en las alcobas más selladas de nuestra casa.

Uno puede pasarse la vida sintiendo, recordando, deseando. Pero cuando quiere hacer poesía con esos materiales se enfrenta con muchas otras cerezas con las que no contaba y que estaban ahí, en el mismo cesto donde él metió la mano en pos de sentimiento, solo sentimiento. Pudo nombrar mis sueños, poner a cien mi imaginación, y aunque me despegue del suelo cuanto pueda, no tardaré en encontrarme con los otros. Eso que parecía tan mío, tan personal, está en un cesto de cerezas sentimentales enredadas por el rabo con las dimensiones intelectuales, sociales, laborales .... Los sentimientos no son algo que viva exento de esas otras dimensiones. Así lo afirma Paul Ricoeur En el recinto irreal de la ficción, no dejamos de explorar nuevos modos de evaluar acciones y personajes. Las experiencias de pensamiento que realizamos en el gran laboratorio de lo imaginario son también exploraciones hechas en el reino del bien y del mal.

2.B.-MIEDO A QUE SU ARTE SEA MENOR SI SE IMPREGNA DE LAS VOCES DE OTROS.

Es un temor relacionado con el anterior. Si el poeta teme -y teme en vano- que su arte sea menor si la historia se le cuela por las rendijas de la obra, mucho mayor temor experimenta a la presencia de los demás, a que otras voces inunden su obra. Hablar por los demás es algo prohibido. Pero, siguiendo a Berger, colegimos que Si uno escucha con suficiente atención, si se inclina lo bastante para oír a alguien cuya experiencia es totalmente distinta de la propia, puede hablar en su nombre y, además, con veracidad. Esto era algo que a mediados de siglo sabía todo el mundo, por supuesto. Pero entonces se empezó a decir que nadie tiene el derecho de escribir sobre lo que no conoce por propia experiencia. La autobiografía novelada se convirtió en la regla dorada del momento.

El poeta que defiende que la poesía no sólo puede sino que debe, sustraerse a la marcha del mundo, esgrimir argumentos relacionados con la noción de lenguaje como morada del ser: Sentimiento puro. Arte autónomo. Lenguaje en sí. Morada del ser. Poesía pura como defendía el primer 27. Diferentes versiones de esta noción de arte separada de la moral, de la sociedad, separada de todo han asomado a lo largo de la historia y de una manera o de otra son deudoras del versículo bíblico: En el principio fue el verbo. Pero ha diluviado mucho como para no abandonar esas pretensiones nominalistas del poeta semidiós. Sabemos que nos precede un caos en muda ebullición capaz de hacernos estallar sin decir una palabra. Y sabemos que, a la inversa, el lenguaje no es principio de verdad. Conocemos cuán fácilmente manipulable es, cuánta mentira se le hace decir. Hora es de hacerle bajar los humos a eso del lenguaje en sí.

Los miedos mencionados de los poetas son consecuencias de la actividad de ese fantasma que es el individuo autónomo y omnipotente. Cuando encara el auténtico miedo a la muerte, puede construir el objeto artístico que conlleva el gozo. En ninguno de los dos casos revisados a la luz del miedo habrá un poeta que nos entregue Una física verdad como dice Celaya de la poesía del Arcipreste de Hita. Y esa física verdad, ese lenguaje impregnado de gozo y belleza es la que cuenta. Hablando de su traducción de la poesía Nazim Hikmet, Gamoneda confiesa: Si la expresión del sufrimiento no produjese placer, yo habría respetado mucho a Nazim, pero no habría gastado mi tiempo tratando de sentirle en mi lengua. Si la poesía no fuera una forma de gozo, creedme, que las Coplas a la muerte de Jorge Manrique, no las leeríamos nunca. Por ello, seguiré esperando que el arte conserve la memoria de las cosas no alcanzadas con una promesa de felicidad.


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