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TEXTOS GANADORES-JUEGOS FLORALES MUNICIPALES- GOBIERNO PROVINCIAL CHICLAYO-PERU

Posted by Sci-Fi

TEXTOS GANADORES
EN LOS JUEGOS FLORALES MUNICIPALES- GOBIERNO PROVINCIAL CHICLAYO-PERU
NOVIEMBRE 2006

CUENTO GANADOR DEL PRIMER PUESTO

OSCILACIÓN
Por César Boyd Brenis.


Con las lunas del auto abiertas, mi cabello se alborotaba como un mar bravío en verano. Los espejos eran nuevos, también las lunas, los parachoques, y este auto plomo no era mío. Fui dejando en el camino carros lentos. Nunca esperé una detención policial ni una amonestación de mi conciencia. Controlaba el volante con una mano y con la otra sostenía un cigarrillo apagado que no me animaba a encender, pero esperaba fumarlo con ansias. Era una pugna inútil entre ambos argumentos.

Rita se enamoró de un belga que la humilló, por eso lo maté.
Me refugié algunos meses lejos de la ciudad para encontrar explicaciones. El arrepentimiento nunca llegó a mí. Estar entre paredes me recordaba a ella. Tenía una ventana cerca para observar si la policía aparecía o rondaba la zona. Siempre existe una oportunidad de fugar en medio de la confusión. Fumaba hasta la mitad de un cigarrillo, era necesario condicionarme a sólo algunas inhalaciones de tabaco con la esperanza de que mi tos cesara. Los nervios sobrevivían en mí y agrandaban mis dificultades. No pertenezco a este sitio, repetía con ira, quiero andar y frecuentar los cines, los parques solitarios de los alrededores, la casa de los padres viejos, pero estuve ahí, abriendo a cada hora latas de comida chatarra para saciar mi hambre.
Necesitaba a Rita dándome las gracias por haber salvado su honor sin importarme el precio. Pero nunca esperé recompensa de ella. Bastaba que él yaciera fuera de este mundo para tratar de encontrar en mi existencia la felicidad esquiva.

Me detuve en una esquina cuando ya tenía enfrente la casa a donde iría, bajé del vehículo, extasiado al cerrar la puerta, al caminar sin prisa y enfrentar la frialdad de las personas que miran de frente, o pisan la misma acera esparcida hasta el horizonte del fondo de la calle. La gente no notaba mis ojos. Y para ese momento ya tenía el arma a la altura de la correa. La agitación de mi cuerpo no me detuvo al traspasar las escalinatas, para tomar aire y seguir subiendo al departamento de la víctima.
Pateé al gato del pasillo que desprendió un maullido para perderse escaleras abajo.

Lucía, amiga de Rita, trató de detener siempre sus manías, y nunca pudo hacerle cambiar esa idea arraigada de intentar una aventura. Cada vez que se acordaba de su tropiezo ingenuo, se contenía para no maldecir su suerte de amiga irresponsable. Se echaba la culpa y correspondía mis ideas de venganza con el énfasis necesario para darme fuerzas y desagraviar cuanto antes el honor de la burlada. Me acaloraba la mente con su voz corajuda, sin duda concentraba el odio puro de una mujer herida.
Lucía me habló de cómo Rita fue cautivada por el belga. Lo conoció a través de Internet, luego hubo ofrecimientos de viajes y someros lujos que también en un comienzo llegaban a sus oídos como una melodía diferente, seductora. Rita sólo fue sincera con sus impulsos, y partió con el extranjero a un lugar extraño, así fue desencadenándose el afán de llegar a lo alto de no se qué montaña de placeres, que iban cayendo día a día como también el anhelo irreparable de su ilusión.

Al forzar el picaporte, una llave alcanzó el suelo, despertó el interés del dueño que al salir súbitamente ya no pudo parpadear. Tenía el revólver en la frente y una sensata súplica llegaba a su boca, luego la desesperación no le hacía articular palabra alguna. Alcanzó a decir ¿por qué? antes del balazo final, después sólo caía su sangre por el piso de madera. En tal silencio, se oían las goteras de algún cuarto de lavado que confundí con la habitación principal de la víctima, pero luego la encontré más adelante mostrando un desorden sospechoso de esconder algo, como un laberinto condicionado a distraer las atenciones.

Mi vago recuerdo de Rita estaba en la universidad. Después de las seis de la tarde se dejaba ver por los salones casi vacíos. Era un alma que acumulaba soledad para sentirse intrépida tras esos rasgos tiernos de mozuela. Nos quedábamos a observarla con otros compañeros porque era una necesidad imperativa, y siempre contábamos con algunos soles sobrantes para cambiarlos por cigarrillos o por galletas, de esa forma resistir todo el peso de la tarde, tanto es así que habíamos adelgazado, y tal vez Rita lo había percibido para mala suerte nuestra.
Fue una de las últimas tardes cuando me acerqué a ofrecerle un chocolate, y viéndola de cerca, se notaba emocionada, no sólo porque su atractivo había crecido, sino por su encanto apabullante al tratar de justificar su rostro feliz, pues me decía gracias y me contagiaba el hilo de su alegría. Mis compañeros a lo lejos trataban de reproducir un gesto brutal de satisfacción. Yo entendía porqué sus manos movedizas iban dejando júbilo en sus cuerpos, pues como el mío, sabían de donde venía esa gracia, sabían aferrarse al júbilo cuando era necesario hasta echarse a llorar por amor.
Rita nunca me contaba del belga, pero yo suponía que ese individuo era una razón suficiente para expresarse como lo estaba haciendo, y para dejarme colgado de sus labios al articular vocablos comunes, sin razón a veces, sin consistencia, pero con la palabra sola de su boca que tal vez todavía deseo tener para mí.

Ya superado el caos del cuarto donde posiblemente llevó alguna vez a Rita, y asumiendo mi imaginación descabellada, en uno de sus cajones, encontré un sobre cerrado y leí la prueba más importante que culpaba al asesinado con el tráfico de mujeres prostitutas. Embolsillé el documento. Necesitaba recolectar indicios que a Rita le serían de valor para sus denuncias, aunque nunca se concretaron.
Sonreí como lo haría un sicario frente al espejo. Tuve tiempo de limpiarme un rastro de sangre, luego caminé. El auto esperaba en una esquina.

Rita fue la joven de la fotografía al lado de mi retrato en la cómoda del cuarto, que en ocasiones solía retirar para no hacerla presenciar el amor con mujeres de la noche. Ella a veces se iba reproduciendo en mis pensamientos, su retrato estaba vivo en la luz de una tarde, especulando tristeza furtiva, la cual nunca brotó cuando yo estaba cerca.
Rita era baja de estatura, sin embargo llegaría a besar mi boca sin dificultad, al menos eso intuía por esos tiempos. Mis desenfrenos eran perennes y a Rita le asustaba, eso dejaba entrever cuando se escabullía en la noche para no tener que rechazarme una invitación a algún sitio de moda por ese entonces. Supuse que en el belga ella encontró la docilidad nunca percibida en mí, aunque se equivocaba. A pesar de yo poseer un espíritu rebelde, tenía el impulso de ser frágil en ciertos momentos y podía dejarme llevar por las cuestiones extrañas de los románticos, previa autorización de mi hombría o de mi lucidez.

Mi tranquilidad no me duró. Conducía el vehículo con temblores en el cuerpo, tal vez cambié de ánimo cuando pude deducir que el asesinato me alejaría de Rita para siempre. Llegué a la casa de Lucía y toqué el timbre con cierta paciencia. Mis intentos de esperar me traicionaban porque empecé a tocar la puerta con constancia. Lucía asomó la cabeza por el balcón y me miró como si ya supiera todo, pero luego sonrió; bajo enseguida, me dijo. Al conversar con ella me notó nervioso; no es nada, contesté. Le entregué el documento, estaba ajado y presentaba rastros de haber sido muy utilizado. Dale a Rita esto cuanto antes por favor, ella lo necesita; le dije. No contesté sus preguntas curiosas, aunque deseaba hacerla mi cómplice, al fin y al cabo, ella tuvo que ver indirectamente en esta determinación y acondicionó mi valentía para poder imponer la justicia que Rita merecía sin contemplaciones.

El belga la golpeaba constantemente sin reparo. Rita soñaba en demasía, por eso creía en los príncipes lejanos de los cuentos o en los poetas de los libros. Ella fue llevada a Europa con sonrisas y fantasía, se regresó con tristeza y humillación. Su partida del país ataviaba los rostros de sus amigas y sus esperanzas. Una vez que pisó el viejo continente la historia cambió, el belga tomó un taxi de un servicio especial, me contó Lucía, atravesó la ciudad y para ese momento su rostro se transformó. Su monstruosidad emergió de súbito en pleno auto, dirigiéndose quién sabe a qué lugar de sordidez y claustro. Una vez en una casa amplia, donde el personal de seguridad se comprendía en gran número, se acercaron dos mujeres que al parecer servirían de guías. Rita asustada le preguntaba al belga a dónde la llevaban, pero él sólo le respondió, con un pésimo español, que acompañara a esas señoritas, amables y risueñas, hacia la habitación correspondiente.
En aquel momento de ese día terrible, sólo por una inclinación de fe, a la mente de Rita llegó el ligero pensamiento de empezar a tratar a una cultura distinta, a pasatiempos europeos, a costumbres marcadas, a rigurosos horarios y distracciones, sin embargo luego se dio cuenta que la posible bondad de esos lugares sólo era un sueño más, una imagen engrandecida de algo ínfimo.
Rita maldecía la sombría decisión de haber llegado hasta ese antro, extrañaba cada calle y cada voz de su país. Estaba acorralada, y luego lo único que llegó a maquinar todo el tiempo era la forma cómo escapar.

No le di más explicaciones a Lucía. Fue la última vez que la vi. Conduje hacia mi casa para empacar algunos objetos de valor e invalorables. Me permití abrir una botella de licor y pensar en el cuerpo del belga. No me sentía satisfecho. Decidí retornar a su habitación para acomodar sus restos en alguna parte invulnerable. Regresé al vehículo y aceleré, en pos de algo más que ocultar alguna prueba, deseaba no haberlo hecho con mis manos. Y en una esquina ocurrió lo previsto: un policía me detuvo y en el pecho me dio un temblor de culpabilidad y miedo. Está usted muy apurado, me dijo al bajar de su moto. Después de tratar de justificarme, pude meter mi mano al bolsillo y sacar un billete de cincuenta. Me lo aceptó. Avancé para evitar su arrepentimiento y sospecha.
En la misma esquina, bajo las mismas circunstancias, también con el arma lista para una reacción de defensa en un supuesto caos venidero, me dirigí a la habitación del belga. En el pasillo no había felinos entrometidos y las escalinatas estaban más densas. La puerta estaba semiabierta como la había dejado, para buena suerte la sangre no siguió el curso de la salida. Arrastré al muerto hacia lo que fue su habitación para después cerrar la puerta. Limpié la sangre final, las últimas pruebas estaban extintas. Casi a punto de cerrar la puerta principal, un hombre se detuvo frente a mí. ¿Está el belga en su casa?, me preguntó. También lo busco y no está, le respondí. Cerré la puerta fuertemente para que no pudiera entrar. Hasta luego, le dije. Bajé con velocidad las escaleras, tan rápido que no pude notar si ese hombre estaba detrás de mí a punto de detenerme y culparme de todo.

Antes de saber que el belga había retornado al país por boca de Lucía, y que lo habían visto con descaro en la misma habitación donde se alojó cuando llegó para encaminar a Rita a Europa, busqué a la desdichada por todos los lugares. Algunos me afirmaban que nunca había retornado del viejo continente, otros sólo me consolaban con decir ha de estar bien, tal vez necesita estar sola. Recorrí sus centros de diversión preferidos con la esperanza de mirar otra vez sus ojos, aunque sabía que su sonrisa podía ya no ser la misma o tal vez ni sus ojos; y ni siquiera su música predilecta (tan conocida por mí) la estaría transportando a donde la noche también la llevaba: la fantasía.
Mis tensiones aumentaron en proporciones escalofriantes, y mi desesperación me condujo a insistirle a Lucía que me revelara el paradero de Rita, sin embargo ella decía ignorarlo, por momentos le creía; y adjuntaba a mis dudas una tranquilidad fingida, necesaria.
Para al menos mantenerme tranquilo, Lucía me confirmó algo: Rita no quería ver a nadie. Ella se había fugado de aquel lugar con la ayuda de un compatriota compasivo que asistía a esas esferas de la noche. Ese hombre le dio dinero y le facilitó las circunstancias para su regreso. Lucía no me dijo nada más, pero no fue una “tumba” después de todo.

El cadáver lo encontraron después de algunos días. Leyendo algunos diarios, que comprobaba muy temprano para impedir que me vean, supe de las investigaciones hasta ese momento. Existían dos sospechosos. No me mencionaban, al parecer el belga tuvo muchos enemigos, prestos a reacciones de desquite. En plena mañana de desazón, la noticia invirtió mis ánimos. Tomé desayuno, acto que había olvidado en todo este tiempo. Leí la noticia una y otra vez para convencerme con más fuerza de las afirmaciones que constaban. Me decidí salir a caminar sin remordimientos en el rostro. Cómo ansiaba ver a Rita.

Los vidrios empañados por mi aliento oscurecían el interior de la ventana mientras acercaba mis ojos. Una mano levantada al fondo de aquella sala me demostraba amistad. La originalidad del gesto de cortesía me condicionaba a una juventud de pasatiempos frívolos y dulces. Traté de concebir esa figura difusa sobre la silla, la cual convergía nítidamente con la música. Era una mujer, se dejaba ver las pantorrillas entrecruzadas y su vientre frágil, y fue su forma de vestir lo que me acercó cada vez más a recordarla y lo suficiente para llegar a pronunciar hasta su nombre, que creí perdido en esa tarde musical de rocampop: Rita.
Al reencontrarme con ella también lo hacía con su historia y con su especial desaparición de mi vida. Dio pasos lentos para saludarme. Le mentí cuando le dije que estaba igual de hermosa. Noté que necesitaba esas palabras como nunca, sin embargo no me creyó. Jugaba con sus manos en señal de nerviosismo, pero en el fondo sabía que estaba tranquila, conversándome de los viejos amigos que por alguna parte del mundo andaban, riéndose de lo vacía que es la vida sin ellos y de lo trágicamente necesaria con ellos.
Verla de nuevo me pareció injusto, aunque constituía una dicha siniestra de la vida, y tal vez en ese momento me permitiría confiarle los secretos de todo este tiempo, los más sórdidos y los más fútiles. Entonces cuando le pregunté cómo había llevado sus años y sus trajines, me dijo: me he enamorado de un belga. Me caso el mes próximo.

1 comments:

  1. Lisa

    Good reading your posst